La siesta… Patrimonio nacional.

Probablemente una de las mayores tradiciones originarias de mi país de adopción que más admiro y deseo durante los días de vacaciones: la siesta.

Aquel momento de ensoñación placentera tras una deliciosa y copiosa comida junto a la familia o los amigos, cuando no importa el tiempo, las horas y los minutos, ni el dónde ni el por qué… Simplemente porque me apetece disfrutar de una buena siesta, recostado en una confortable hamaca junto a la piscina, con el murmullo medio silencioso del agua que se mueve ligeramente, para relajarme hasta que el cuerpo me diga basta.

Sin despertadores ni obligaciones más allá de recargar la energía suficiente para afrontar el nuevo curso que empieza tras las merecidas vacaciones estivales.

Bajo la sombra de un frondoso árbol, un sombrero que me cubre y almohadones con los que me recojo cómodamente, meciéndome como una hoja acaricida por la suave brisa de verano, la siesta me reconforta: 10 minutos, media hora o dos… lo que necesite, nada más ni nada menos.

O unos simples y mullidos colchones o pufs agrupados para formar una improvisada y esponjosa cama con la que perderse entre deliciosos sueños de vacaciones. Cualquier lugar es ideal para disfrutar de una reparadora siesta, tal como Albert Einstein y Winston Churchill alabaron y adoptaron la sana costumbre de descansar tras la comida, un danés medio mediterráneo como yo, no podría contrariar a semejantes celebridades históricas: también me deleito con la fabulosa costumbre del sur de Europa y países tropicales, sobretodo, durante el caluroso verano, especialmente en vacaciones.

Porque como dijo uno de los escritores más importantes del siglo XX, premio Nobel de Literatura en 1989, Camilo José Cela, con la ironía y el sarcasmo que le caracterizaba: “La siesta hay que hacerla con pijama, Padrenuestro y orinal.”